Textos publicados, relatos y microrrelatos (elegidos, aquí, al azar, de entre tres de mis libros, a modo de muestra).
EL NÁUFRAGO
El náufrago enarboló su camisa blanca para hacer se-
ñas al transatlántico desde su balsa. Por toda respues-
ta, el barco emitió un rugido a modo de saludo, pero
siguió su marcha. El náufrago guardó su bandera y respiró aliviado.
LA BANDA DE JAZZ
Corrió a toda prisa cuando escuchó abrirse la cerra- dura oxidada de la puerta. Con sigilo, fue a esconderse detrás del contrabajo que posaba elegante en el salón. Allí permaneció trémula y asustada, refugiada detrás de ese que consideró siempre el obsequio más maravilloso y especial que había recibido en su vida. Siempre quiso cantar en una banda de jazz.
Sintió las manos húmedas en su cara cuando se tapó los ojos para no volver a ver aquello que le provocaba tanto horror. De repente, comenzó a oír pasos que, lentamen- te, se aproximaban. Cada vez las pisadas cobraban más fuerza, y su corazón intentaba salirse, golpeando fuer- temente, de su pecho. Sabía que lo que fuese aquello la encontraría otra vez fuera cual fuera el escondite que utilizara. Con los ojos cerrados y las manos sobre su rostro, sintió el calor y la humedad de un aliento sobre el dorso de la manos, y sus ojos se cerraron aún más mientras se acurrucaba, inerme, tras el majestuoso ins- trumento musical. Un silencio más tarde, las cuerdas del contrabajo comenzaron a vibrar y a sonar ejecutando el ritmo base de un blues, las teclas del órgano que hasta entonces dormitaba en la esquina del salón empezaron a moverse arriba y abajo como si fuera una pianola automática y sobre el tablero de la mesa repiqueteaban los dedos de alguien a modo de baquetas de una batería. No había duda: estaban de nuevo allí, de visita, los miembros de la banda de jazz muertos en el accidente. Sus cuerpos deformados, mutilados y san- grientos aún vestían las ropas de aquella actuación que no pudo ser. Ella siempre quiso cantar en una banda de jazz. Pero no en ésa.
El señor cura
Le llamaban D. Serapio, y era el cura párroco que nos había tocado en suerte en nuestro barrio. Orondo, de aspecto decimonónico, ceñía un fajín negro alrededor de su prominente barriga como para evitar que la ristra de botones de la sotana saliera despedida como sarta de balas de una ametralladora. Nosotros, pequeños observadores de la vida en los años 60, seguíamos la tradición de ir a besar su mano. Lo hacíamos cada vez que lo veíamos pasar por la acera del parquecito que circundaba la iglesia. Él, cuando nos veía llegar en tropel, la tendía -meñique anillado erecto- para facilitar ese acto de sumisión infantil al clero y la religión, que él estaba seguro de representar tan dignamente.
Una tarde mi amigo Miguelito, que llevaba dos días sin haber podido merendar porque su madre no encontró qué darle -tan escasa de medios se hallaba la familia-, se levantó rabioso del banco en el que estábamos intercambiando cromos cuando advirtió su presencia. Toda la chiquillería, incluido él, se acercó corriendo al besamanos. El cura se detuvo complacido, pero al poco lanzó un estentóreo gemido hueco de dolor, quedó luego sin habla y sin respiración, y su sotana destiló chorros de sangre fresca que mancharon sus brillantes zapatos negros. Todos nos asustamos, menos Miguelito, que sonrió como pudo mientras entre sus dientes sostenía el dedo ensortijado del cura obeso.
El monolito
Vigilante del paso del tiempo, compañero de vientos y soles, orante solitario de santos olvidados, aquí cada día me elevo mientras pasan los humanos y los bueyes por el camino y las horas desgranan sus minutos sin liberarme de mi férreo corsé ni ofrecerme el aliento de una simple mirada.
Fotografia de Victor Saez